Si preguntáramos entre los jugadores habituales qué relación hay entre el Proyecto Manhattan —tristemente célebre por su culminación con la bomba atómica y los videojuegos, estoy seguro que muchos pensarían de inmediato en juegos como Missile comand o 1942 gracias a sus temáticas; otros incluso no caerían en la cuenta de esos títulos debido a la antigüedad de ambos, pero sin duda, muy pocos creerían que existiera un nexo de unión, real, mediante una persona que estuvo involucrada en ambos mundos, el de los videojuegos y el de la creación de la bomba atómica; su nombre William Higginbotham.
Corría el 25 de octubre de 1910, cuando en Bridgeport (Connecticut), abría por primera vez los ojos al mundo un recién nacido William. Desde muy pequeño, Higginbotham, demostró habilidad en los estudios y a los 22 años obtuvo su grado universitario en física en la universidad de Williams. Posteriormente completaría sus
estudios en dos centros tan prestigiosos como Cornell y el famoso MIT de Massachusetts, ya célebre en aquellos años por formar a algunos de los mejores ingenieros del país. Tanto destacó en su campo William, que el gobierno no dudó en hacerlo uno de los abanderados del Proyecto Manhattan; en concreto, él estaba al cargo del diseño del radar del Enola Gay así como de los instrumentos de ignición de la tristemente famosa bomba.
Cuentan que cuando Higginbotham pudo ver los efectos del programa en el que había participado, se escandalizó tanto que dejó su puesto y se convirtió desde entonces en un acérrimo activista antinuclear. Este hecho nos acerca cada vez más al punto que nos interesa de esta historia: la creación del considerado por muchos, el primer videojuego de la historia.
Sí, has leído bien, el bueno de William fue el inventor del primer sistema de entretenimiento que podría considerarse un videojuego. Y decimos podría considerarse porque William desarrolló su invento en 1958, cuando trabajaba en el Laboratorio Nacional de Brookhaven, por lo que como imaginareis, la tecnología en aquellos años daba para lo que daba. El artilugio consistió en conectar un viejo ordenador analógico a un osciloscopio (esas cosas que parecen un radar antiguo con pantalla verde donde salen puntos) y desarrolló un increíblemente básico software (da incluso vergüenza llamarlo así) que simulaba un partido de tenis.
La vista era lateral y para simular la pista se limitó a trazar una raya horizontal con una pequeña división en el centro a modo de red. Lo único que los jugadores podían hacer era trazar en el osciloscopio la trayectoria de la
bola mediante una especie de joystick rudimentario que William desarrolló para tal labor. A aquel ancestro del videojuego lo llamó Tennis for two, un nombre tan simple, pero tan funcional, como el propio juego.
Lo más curioso del caso es que Higginbotham no desarrolló aquello como un proyecto para el laboratorio donde trabajaba, ni siquiera pensaba en patentarlo o venderlo, tan solo fue un pequeño pasatiempo que montó ex profeso con la intención de entretener a los excursionistas que acudían de visita al Brookhaven, procurando demostrar así, que la ciencia no era aburrida. Ni que decir tiene que aquel primigenio videojuego tuvo una gran acogida entre los visitantes a las instalaciones del laboratorio, demostrando así, por primera vez, que una manera diferente de jugar y entretenerse era posible.
No fue hasta varios años después, en 1972, cuando ya nadie se acordaba del experimento de Higginbotham, cuando aparecería Pong, al que casi podríamos considerar el hijo ilegítimo de Tennis for two y con el que oficialmente comenzó una historia, esta vez sí, ya conocida por todos.